¿Cuáles son los posibles significados de los giros simbólicos de las contraculturas de fin de siglo? ¿Cómo interpretar la violencia de los rituales de algunas formaciones contraculturales en América Latina? ¿Cómo podemos intentar la lectura del discurso fragmentado de las marginalidades culturales en la era de la sociedad mundializada?
Hablemos de culturas, o más bien, de contraculturas, que han encontrado en la música el soporte para sus ideas y en la modaSegún la política editorial de Fashion Theory: The Journal of Dress, Body & Culture, la moda es una «construcción cultural de la identidad encarnada.» Como tal, la moda abarca una… Ver más su medio más importante para expresarse.
Primero, ¿qué es una contracultura?
Theodore Roszak lo define como: Movimiento social y cultural caracterizado por la oposición a los valores culturales e ideológicos establecidos en la sociedad. Y estos movimientos a su vez tienen un conjunto de reglas específicas diferenciadoras a las que los miembros (normalmente jóvenes), deciden confiar su imagen parcial o global con diferentes -pero siempre bastante altos- niveles de implicación personal.
En los años 70, desde los barrios más pobres de Londres, vimos surgir un movimiento que iba a permearse hasta los estratos más altos de la sociedad, el punk (del que se habla en el episodio 39). Esta subcultura, como muchas otras, fue una respuesta a una situación de crisis en la que los jóvenes londinenses se rebelaron y tomaron elementos del rock y de su propia historia y entorno (como los tartanes) para expresar esta inconformidad con las circunstancias en las que se encontraron inmersos: incertidumbre, falta de oportunidades para el futuro, falta de trabajo, etc.
La mirada a este grupo evidencia valores y problemáticas específicas de un territorio. Si buscáramos en el siglo XXI un territorio con circunstancias similares, probablemente encontraríamos algo muy parecido. Hagamos el ejercicio: Por ejemplo, ¿qué encontramos si volteamos a ver a México? Específicamente…Monterrey. ¿Punks? Algo así. Encontramos a unos “punks tropicalizados”, “los kolombia”, como ellos se hacen llamar. Probablemente algunos de ustedes ya los ubiquen por la película “Ya no estoy aquí” del 2019. Este movimiento surgió entre el 2000 y 2013 en los barrios populares de Monterrey, la ciudad industrial más importante del país. Se caracterizaban por una música que mezclaba el hip hop y la cumbia colombiana rebajada (más lenta) y también por una peculiar manera de peinarse y de vestir. Utilizaban estilizados y complicados peinados con mucho gel y pantalones anchos, camisas a cuadros y motivos religiosos del catolicismo, rompiendo con los patrones culturales existentes en una ciudad conservadora.
Su estilo es una combinación del estilo de vida de los cholos chicanos de California, Estados Unidos, y la adaptación de la cumbia colombiana (que ya de por sí es un ritmo es un ritmo mestizo, que nació principalmente de la mezcla de sonidos del Caribe y percusiones de origen africano) a ritmos locales.
¿Y qué tiene que ver Colombia si estamos en el norte de México?
Estos grupos son los herederos de una tradición que comenzó hacia los años 60, cuando a Monterrey llegaron los primeros vinilos de música cumbia. Así, en México comenzaron a sonar los cantos de juglares colombianos como Los Corraleros de Majagual, Aníbal Velásquez, Lisandro Meza, Policarpo Calle, etc. Un fenómeno parecido sucedía al mismo tiempo en Argentina, con los cumbieros o villeros.
Estos discos llegaron por dos lados: por el norte y por el sur. Al ser Monterrey una ciudad industrial, necesitó traer a personas de otros lugares y otros países (del sur) a trabajar. Pero también llegaron desde Texas, en Estados Unidos, de donde migrantes colombianos viajaban a Monterrey acompañados de su música.
Ni la música de la clase social alta, ni la música tradicional que en este caso era la música norteña representaba el sentimiento de la gente que iba llegando a la ciudad. Lo mismo pasó con el rock, que dejó de ser accesible para los punks.
“Los discos de música colombiana con ese lamento, con esa añoranza campesina, con esa forma de expresar esas lejanías, esas ganas de sentir la tierra, de acordarse del origen… pasó a ser la elección de los despojados, de los recién llegados, de los que no eran de aquí, pero se hicieron de aquí”.
Al principio, muchos kolombia eran jóvenes que escuchaban rock, metal o punk, pero que al descubrir la cumbia se sintieron identificados.
Como alguna vez pasó con los punks, este movimiento fue una clara foto de los contrastes que se viven dentro de una misma sociedad. Monterrey es una de las ciudades más importantes del país, símbolo de la clase empresarial y acaudalada de México. Los cholombianos, generalmente personas que venían de estratos socioeconómicos bajo y medio bajo, surgieron justo a un costado de la zona más cara de la ciudad regiomontana –colonia Garza Sada– representando un contraste significativo que les valió un sin fin de problemas con la autoridad, quienes los juzgaban por su apariencia y estilo de vida. Las colonias populares de la zona, como La Independencia, albergaron a gran parte de este movimiento, sumado al constante tránsito de migrantes colombianos rumbo a la frontera norte, que en ocasiones no llegaban y preferían quedarse a vivir en la región.
Incluso, ellos llegaron a llamar a esta área “Colombia chiquita”.
El estilo de los kolombia se apoyaba fuertemente en lo handmade, pues cada una de las prendas de vestir de los cholombianos, ya sean playeras –las favoritas eran las Ralph Lauren “piratas”–, pantalones, tenis –necesariamente Converse blancos– e incluso las gorras, estaban intervenidos por ellos mismos. Destacaban las prendas en tallas mucho más grandes a la que les correspondía -probablemente para simbolizar el deseo de ocupar un espacio más grande- con estampados religiosos –la Virgen de Guadalupe y San Judas eran los más frecuentes–, y el uso de paliacates era una clara influencia de los cholos, que a su vez lo usan como representación de sus orígenes prehispánicos.
Además de las cabezas rapadas y las largas patillas fijadas con exceso de gel. A pesar de que la gente catalogaba su estilo como desagradable, ellos se mostraban orgullosos. La forma de vestir y de actuar obedecía a la oportunidad de reinventarse. Cuando naces en unas condiciones diferentes y complicadas y las contrastas con las que ves en la tele o en otras partes de la ciudad, te rebelas. Y formas una familia (externa) con otros que se sienten igual que tú.
Tejidos a mano en grandes dimensiones, el característico escapulario era parte de la identidad del cholombiano. En él llevaban su nombre y el del lugar a donde pertenecían, con el fin de que los sonideros les mandaran saludos durante la fiesta. Algunos incluso llevaban tejido “XEH 14:20”, una estación regiomontana que se transmitía en AM que se volvió parte del movimiento, pues la usaban para mandarse mensajes a través de la radio con sus amigos y familiares. En la XEH 14:20 se podían escuchar horas y horas de una extraordinaria colección de cumbia.
Tristemente hoy hablamos de este movimiento en pasado, ya que su fin llegó en el 2013 debido a la falta de aceptación de su forma de hablar, de divertirse, de comunicarse y de vestirse. Su apariencia y el hecho de que se les relacionara con pandillas y el consumo de drogas, comenzaron a marcar un estigma sobre muchos kolombia. La desaparición del movimiento se relaciona de manera oficial con el asesinato de integrantes de la banda Kombo Kolombia en enero de ese año, en hechos relacionados con grupos del crimen organizado de la región.
Los cholombianos representaron una tribu auténtica y rebelde, que se alejaba del estereotipo y rompía esquemas. Sin embargo, la cultura de la cumbia persiste y hoy, en Monterrey, muchos mexicanos se sienten cercanos a Colombia gracias a la cumbia.
En el barrio La Independencia, «la mera mata de la cumbia en Monterrey», es común ver grafitis y murales con los colores de la bandera colombiana. En los bajos del Puente del Papa que conecta con ese barrio, los cumbiamberos se reúnen a escuchar su música y a intercambiar discos, mientras lucen orgullosos la bandera de Colombia y los sombreros vueltiaos, típicos del Caribe colombiano.
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Pero Monterrey no es el único lugar de Latinoamérica en donde han surgido subculturas propias a su contexto. Viajemos ahora a Caracas a comienzos del milenio. Allí, y más específicamente en los barrios informales que rodean la ciudad, surge todo un movimiento juvenil centrado alrededor de una expresión particular de la música electrónica, conocida como changa tuky.
La changa tuky es una manifestación musical contemporánea que de la música electrónica para crear sonidos típicamente caraqueños y que, con frecuencia, son interpretados como violentos y poco melódicos. Igual que otros géneros de la música electrónica, la changa tuky es contestataria y revolucionaria, especialmente porque rompe drásticamente con el orden musical que se había establecido a lo largo de la historia.
La changa tuky surge en las zonas populares de Caracas, en fiestas clandestinas organizadas en horas del día de viernes a domingo, entre jóvenes menores de edad—¡tan jóvenes que podían tener 12 años! En estas fiestas clandestinas, llamadas matinés, se reunían hasta miles de jóvenes para bailar en canchas, sótanos y polideportivos. Así, la música y el baile se convierten en elementos esenciales de la existencia tuky. Así lo argumentan Juan Pedro Cámara y Jesús Torrivilla, quienes argumentan que: “Para ser tuky hay que saber bailarlo”.
El baile de la changa tuky era peculiar, con un ritmo cada vez más acelerado. Se partía de los pasos básicos de géneros establecidos como el hip hop e incorporaba nuevos elementos, como las piruetas del break dance, la precisión robótica del pop y la soltura en las caderas de la salsa. Algunos referentes más específicos también se integraron, como el “moonwalk” de Michael Jackson y la sincronía perfecta del grupo de baile Jabbawockeez. Pero lo cierto es que, al combinar todos estos elementos musicales y pasos de baile, la changa tuky alcanzó la originalidad.
La música y el baile que se presenciaban en las interminables —y clandestinas— matinés fueron la base para la estética característica de los jóvenes caraqueños conocidos como “tukys”. La comodidad era esencial, por lo que la ropa era casi siempre deportiva con intervenciones gráficas, poco típica de lo que en la época se acostumbraba usar para la rumba (legal) en locales caraqueños más pretenciosos. El conjunto de pantalones cortos, camiseta o playera, pañuelo a la frente y zapatillas deportivas era de rigor entre estos jóvenes. Los zapatos contenían destellos de flúor y las camisas eran anchas. Los pantalones, anchos en la entrepierna, se ajustaban en las pantorrillas; los rotos y los ruedos sucios demostraban la avidez e intensidad del baile. Los colores neón hacían parte esencial de la pinta tuky y los zapatos, con muchísima frecuencia, tenían importantes destellos de flúor. Los principales accesorios eran los lentes cuadrados de monturas finísimas, con lentes de colores radiantes y, de vez en cuando, gorras de visera plana.
Los excesos y la violencia no se daban solamente en el baile; el desgaste no era sólo en el vestir. El uso de drogas y sustancias psicoactivas era cada vez más común en las matinés y entre los jóvenes que participaban en ellas. A esto se sumaban las peleas entre bandas que, en ocasiones, llegaron a permear el ambiente de las matinés.
Tal vez por esa asociación con la violencia y las drogas es que a los tukys se les ha estigmatizado tanto en Venezuela —un fenómeno que se asemeja a la estigmatización de otras subculturas en distintos lugares del mundo. A los tukys se les asoció con las drogas, la delincuencia y, por su entorno socioeconómico, con la violencia del gueto. Y esta estigmatización se extendió a todos los jóvenes que parecían tuky, independientemente de si participaban o no en las matinés o en actos de violencia juvenil en los barrios informales.
Pero los jóvenes también deben entenderse como agentes sociales que, en muchas ocasiones, se agrupan en movimientos subculturales y contraculturales para generar espacios de entendimiento en donde puedan superar la estigmatización violenta por parte de la ciudad. Ese entendimiento puede ser el baile, como es el caso de los tukys. La ropa también era esencial en la formación del colectivo, pues es el elemento que le permite a los jóvenes no sólo desplegar, comunicar , mostrar y hacer real su identidad, sino también encontrarse e identificarse entre ellos y sus pares.
Además, estos movimientos pueden entenderse como espacios de escapismo en donde los jóvenes buscaban otras experiencias y narrativas para construir sus propias vidas. En los barrios informales de Caracas —así como en muchos otros contextos populares de Latinoamérica— las condiciones de la niñez son difíciles, con altísimas tasas de deserción escolar y embarazo adolescente, además de que los niños terminan estando sujetos a la violencia desde edades muy tempranas. En algunos casos, esto obliga a un paso a la adultez bastante precoz, ayudado en el caso de los tuky por la fiesta, el baile, el alcohol y las drogas.
En el 2007, la Ley de Protección del Niño y el Adolescente (LOPNA) prohibió las matinés y, en consecuencia, apagó la efervescencia tuky en los barrios de Caracas. Atrás quedaron los principios tuky que tan claramente se expresan en su manifiesto:
_ El beat es cosmogónico. El dolor del mundo ya no pesa porque tenemos pies para bailarlo, para perdonar.
_ Supimos domesticar al cinetismo: hicimos vibrar al color.
_ El alfabeto es subversivo. Rechazamos la mesura de la i latina por la bifurcación dionisíaca de la griega.
_ Respondemos con el neón.
_ Caracas nos atenaza con el rapto de sus quejidos. Pero en ella somos felices y a cambio nos reunimos alrededor de su fuego.
_ La mortadela es el plato goliardo. Creemos en la arepa y en el ron, en la cerveza que lava la sangre de los escalones.
_ A la policía siempre con recelo. La única autoridad es el soundsystem.
Pero esto no quiere decir que el movimiento haya desaparecido completamente. Pocz, Pacheko y Baba son los nombres de algunos de los DJs que animaron las matinés y que, una década después, continuaban ofreciendo su música para una escena tuky renovada, en donde protagonizan los autoproclamados “alternativos” de clase media. El “look” de esta nueva changa tuky lo componen lentes de montura grande, camisas de cuadros completamente abotonadas, tatuajes, melenas largas desordenadas y estampados.
La emergencia de la changa tuky en los sectores populares de Caracas es una muestra de cómo los jóvenes construyen sus propias narrativas, incluso a pesar de las restricciones impuestas por gobiernos y figuras de autoridad o de los intentos por instaurar militancias e ideologías en todo un país. Tal y como lo aseguran Juan Pedro Cámara y Jesús Torrivilla: los jóvenes construyen una utopía a partir del baile como lenguaje de sobrevivencia.
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Y es también la música el punto de partida para los Rolingas, en Argentina.
Allá por los 90 cuando los Rolling Stones alcanzaban su punto más alto, parecían sonar por todos lados. Como también lo hacían Pappo, Ratones Paranoicos, Viejas Locas… figuras del rock que influenciaron y dieron origen a una de las tribus más argento que las demás.
Al principio, durante el surgimiento inicial de la subcultura en Argentina, un Rolinga era considerado un roquero «cheto» (es decir, de una clase social muy acomodada) pero con el surgimiento durante la década del ’90 de las bandas que mencionamos (las cuales provenían de sectores más carenciados o de clase baja), comenzó a asociarse más al Rolinga con los sectores populares e incluso los marginales. También contribuyeron a su despegue el mal pasar económico, cultural e institucional de la Argentina durante la presidencia de Carlos Saul Menem; y el fenómeno de las barras bravas en Argentina.
Los miembros de esta contracultura eran fanáticos de The Rolling Stones (de ahí su nombre, claramente). La tribu nació en 1981, luego del lanzamiento del álbum Tattoo You, y en especial del sencillo «Start Me Up«, perteneciente al mismo. Como era de suponer, los rolingas basaban su estética principalmente en el estilo desarrollado en la década de 1970 por Mick Jagger y Keith Richards. Esto, típicamente acompañado de ropa «popular»: con frecuencia se usaban jeans viejos (o muy sucios y desgastados), pañuelos a cuadros en el cuello, tenis “topper” blancos y rotos, a los que algunos reemplazaban los cordones blancos por otros de colores rojo, verde y amarillo (porque al igual que por el rock, esta tribu fue muy influenciada por el reggae, calificado como hermano del rock). También utilizaban collares y pulseras de hilo de esos colores. Camiseta de su banda favorita, polainas y flequillo cortado a la mitad de la frente, siendo generalmente más corto en hombres que en mujeres. Otra prenda común eran los pulóveres de llama. Utilizaban mochilas generalmente negras de sus bandas favoritas con parches y, en otros casos, morrales. Las chicas usaban aros largos.
La «cultura barrial» es un elemento que los rolingas también adoptaron. Poseían un sentido de pertenencia fanático por su barrio, su grupo de amigos, la escuela a donde iban, la banda a la que seguían y su equipo de fútbol. Este fanatismo ha sido denominado por ciertos medios como «futbolización».
Contaban con una serie de «ritos», relacionados directamente con el fútbol: el uso de banderas con inscripciones relacionadas con su banda (llamadas «trapos»), cánticos de fútbol con letras hablando del fanatismo por su banda (cuya música estaba sacada de otra canción, que podía ser de cualquier género, e incluso de una en inglés, como «Karma chameleon» de Culture Club) o de desprecio por una banda que les disgustaba (similar a las que cantan las hinchadas del fútbol contra sus equipos rivales).
Acorde a los ideales de su sagrado Rock n’ Roll, su poco respeto por la autoridad y su amor por las sustancias les traían inconvenientes constantemente con la sociedad. Pero pocas subculturas atrajeron no solamente a jóvenes sino también a adultos. El fenómeno «rolinga» lo hizo. En 1995 los Rolling Stones dieron una serie de shows en Argentina, como parte de su «Voodoo Lounge Tour». Habían elegido a los Ratones Paranoicos y a Viejas Locas como «teloneros». Entonces, se desató el fenómeno en Argentina.
Los seguidores de esta tribu crecieron en número y su presencia se hizo notoria en lugares como parques públicos, estadios de fútbol, recitales, etc. donde su número sobrepasaba claramente al de los pertenecientes a otras tribus, al ser un fenómeno masivo.
La tribu de los rolingas se volvió una moda en la Argentina, que predominó hasta diciembre de 2001. Uno de sus legados fue el predominio de la «cultura barrial» en los espacios artísticos de Argentina, al haber popularizado, junto a su explosión, otras corrientes de similar origen marginal.
A partir de diciembre de 2001, con el apogeo de la cumbia villera y el nacimiento de la tribu de los cumbieros, la tribu de los rolingas comenzó a perder peso.
A diferencia de otras tribus, como los punks, esta tribu no estaba erigida sobre una ideología política o de compromiso social, por lo que su duración estaba condicionada, cuanto mucho, a la del gusto por una moda, en los casos más superficiales.
La cumbia villera también había causado sensación en el público más marginal y carente de recursos, por eso había desplazado a los rolingas en los sectores de clase baja. La moda y su música sobrevivió mezclándose con otros estilos marginales, como los rastas (llamados «rastones» tanto a sus seguidores como al estilo musical) y los cumbieros (en este caso, «cumbiastones»).
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Y hablando de cumbia, llegamos por fin a Colombia y la compleja subcultura de reguetoneros. Aunque podría afirmarse que hoy el reguetón ha sido incorporado por la sociedad hegemónica —lo que Dick Hebdige llama la “recuperación” de la subcultura—, lo cierto es que el reguetón podría entenderse como subcultura. Esto lo logramos cuando lo vemos más allá de la música y estudiamos a las personas que hacen del reguetón su estilo de vida, por así decirlo, en donde éste también guía su comportamiento, lenguaje, actividades e interacciones con otras personas y hasta su forma de vestir.
La imagen del reguetonero que tenemos en la mente se acerca a la del rapero estadounidense de los noventas. Ataviado en ropa ostentosamente de marca, con joyas grandes y doradas, camisetas y jeans holgados y zapatillas deportivas coloridas, el reguetonero vive por demostrar su acceso al lujo—sin nunca olvidar sus orígenes humildes en el barrio.
Como género musical urbano, el reggaetón surgió en la década de 1990 en Puerto Rico, resultado de la fusión del dancehall jamaiquino, el reggae panameño en español y el hip-hop de Estados Unidos. El reguetón llegó a Colombia a comienzos de los 2000s: cuenta el mito que fue “importado” por la emisora Rumba Estéreo en el 2003. Desde entonces, el reguetón se ha convertido en uno de los géneros musicales más populares, con la ciudad de Medellín siendo tal vez el centro principal de su producción. No es sorprendente, entonces, que representantes internacionales del género como Ñejo y Dálmata hayan decidido irse a vivir a esta ciudad, que también ha sido la cuna de artistas como J Balvin y Maluma.
Desde sus inicios, el reguetón se ha asociado con la marginalidad, algo que se evidencia muy claramente en el lenguaje en las letras y títulos de las canciones. Éstos hacen referencia a la pobreza, al gueto, a la mafia, las drogas, la delincuencia y el alcohol. Además, se mencionan el baile, la sensualidad de las mujeres y la actividad sexual. Todo esto fomenta la identificación con los jóvenes de barrios humildes.
El lenguaje típico del reguetón puede llegar a ser complicado, sobre todo porque se aleja del español estándar. Hay palabras como “dembow”, “hangueo” y “perreo” que se asocian directamente con el género musical pero que, en la vida diaria, solamente quienes realmente pertenecen a la subcultura reguetonera llegan a usar. Un estudio de la Universidad Nacional de Colombia comprobó que solamente el 10% de los jóvenes que escuchan reggaetón comprenden las palabras y expresiones que se usan en las letras de las canciones. Esto sugiere que quienes hacen parte de la subcultura han desarrollado su propia jerga, tal y como lo hicieron, por ejemplo, los punks en su momento.
Por sus orígenes humildes y la ostentación entre los reguetoneros, hay quienes afirman que las características de esta subcultura se relacionan directamente con el narcotráfico. Igual que el “traqueto”, el reguetonero proviene de los barrios pobres excluidos durante décadas por las clases tradicionales y de la élite colombiana. Su estética es una de ostentación, con una actitud desafiante y machista que busca hacer visible su virilidad a través del éxito económico (reflejado en la acumulación material), la agresión social y física y el estar rodeado de mujeres bellísimas y sensuales, a quienes se objetiviza con alguna frecuencia. Todo eso sin contar el uso de alusiones a la mafia, a veces tan claras como que el grupo Gente de Zona se haga llamar “la mafia musical”.
Como ha sucedido en el caso de otras subculturas, los jóvenes reguetoneros han sido estigmatizados como personas sin valores y sin virtudes porque sus prácticas culturales se alejan de las prácticas de la cultura nacional predominante, además de que las letras del reguetón sean consideradas obscenas por muchos. Esto ha causado presión social, marginación, abandono y, muchas veces, rechazo por parte de la sociedad hegemónica colombiana y de las élites en quienes se centran la economía y el poder.
Para muchas personas hoy, el reguetón escasamente alcanza la categoría de género musical y, en el mejor de los casos, es algo que se baila en noches de fiesta. El reguetón ha pasado de ser una subcultura de jóvenes marginalizados que se enfrentan a la violencia y la pobreza a diario y se ha convertido en parte importantísima de la cultura popular de Colombia y Latinoamérica. Esto refleja lo que podríamos considerar el “ciclo de vida” de todas las subculturas: pasan de ser propias de grupos juveniles marginalizados que se rebelan a su manera de la sociedad hegemónica, a convertirse en algo popular, que se comercializa y pierde su esencia al convertirse en un estilo o tendencia.
Pero no podemos olvidar que, para muchos jóvenes en los últimos 20 o 30 años, el reguetón ha sido un estilo de vida. Y por eso es importante reconocer las manifestaciones culturales de la juventud: para entender sus orígenes, sus propósitos y los elementos que las componen.
El discurso de las marginalidades, muchas veces signadas por el delirio y la contradicción, pone en evidencia que no se puede seguir aspirando a una identidad cultural única, entendida como metarrealidad de una “nacionalidad” o de un hipotético “ser latinoamericano”. Se necesita una concepción que privilegie la diversidad, la espontaneidad y la caducidad que expresan los segmentos que integran la sociedad civil contemporánea, heterogénea, compleja y globalizada.
La vida en sí misma carece de sentido, adquiere un sentido provisional cuando se expresa como conflicto social…, al menos, se vuelve más interesante.